
De todos, de todo, del mundo, de mí misma.
No era sólo por los factores externos, eran también todas las cosas dentro de
mi cabeza, de mis recuerdos: la incongruencia de las personas, su falta de
tolerancia, su soberbia. Odiaba al mundo, podía sentirlo cada vez que veía a
alguien pasar, lo odiaba sin conocerlo;
pero también me odiaba a mí, era igual a ellos.
Esa amargura me llenaba la boca. ¿Qué iba
a cambiar mi caminata? Nada. Entonces, ¿importaba? Quizá si hubiera alguien
para verlo. Amargura y amargura, mate básica; ¡puf! Dulzura. Quizá eso era lo
que importaba. No odiar al mundo, sino mezclarme, ahogarme en él hasta que
aprendiera a nadar. Ahogarme, ahogarme, hasta encontrar un navío en el lecho
marino. No odiar el mundo, sino ser parte de él y así sentirlo más gentil, más
conocido en esa oscura contaminación, y tener a un testigo a mi lado.
Alguien que caminara conmigo y en vez de
criticar y seguir caminando a mi lado en indiferencia; alguien que en vez de criticar y
seguir caminando sin querer ni poder cambiar nada, sin brindarle a nadie
consuelo; alguien que en vez de caminar y criticar, levantara la mirada, me
girara la cabeza y dijera: “No hay porque huir de nada. Sólo sigue caminando.
Voy a tu lado.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Conviértanse en musas, por favor.