Yo gritaba: pedía a alguien que lo matara, que
me matara. Sólo quería que todo acabara. Quería que árbol tras árbol cayera en este
mundo, quería ir incinerando ente mis manos a cada alma vibrátil que existiera,
quería hacer que el cielo fuera océano y viceversa, quería hablar con los
dioses… y masacrarlos.
Pero lo quería de vuelta, también. Mi alma (vaya palabra ya más prostituida) estaba despedazándose por poder
volver a verlo, poder ver sus cicatrices, pruebas de cada batalla y cada horror
que había tenido que soportar, impresas en su cálida piel tersa. Anhelaba ver
los fuertes y planos músculos de su pecho, la manera en que su cuerpo
presionaba contra la ropa negra que siempre portaba, quería ver su cabello de
ala de cuervo caerle en mechones sedosos y brillantes sobre su rostro de
facciones crueles… que se volvían trémulas y se suavizaban cuando me miraban;
quería ver sus ojos. Oh, sus ojos, siempre cambiantes, hirviendo en pasión,
límpidos de seguridad y decisión, metálicos en furia y crueldad, turbulentos de
dolor, rutilantes y llenos de luz cuando se posaban sobre mi cara.
Quería verlo
ahogarse y respirar, sufrir y reír, quería luchar a su lado y verter su sangre
también, quería verlo vivir a mi lado o verlo perecer por mis manos; quería
amarlo… pero también quería destruirlo.
Así
era mi amor: así era mi naturaleza, y por fin, después de tanto tiempo luchando
contra ella, la acepté.
Con
todo lo que conllevaba: las bendiciones… y las condenas.
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