Comenzó con una gravedad
profunda, dramática, que le hizo desear cortarme las venas. Sólo era
interrumpida por breves lamentos agudos y vibrátiles del violín. Bajaba apenas
y luego ondulaba en una escala menor, para volverse aún más dramático. Siguió
así, en aquellos mementos roncos del barnizado instrumento.
Aquel memento de notas desesperadas
finalmente se asentó en un compás maquiavélico. Subía y se mantenía, pero luego
echaba maromas sobre la misma octava antes de lanzarse en picada a más clavados
descendentes o anti gravitatorios que bajaban pero resulta que subían, y ya
nadie sabía qué estaba pasando pero eso no significaba que dejaran de bailar. Sus
pies adaptaron un movimiento entrecruzado, casi como tejiendo un patrón
concéntrico que a posteriori se volvía una maraña, y apenas lograba respirar y
adaptarse a un ritmo, cuando todo cambiaba de nuevo, y daba sólo unos compases y
latidos para volverse lento. Y luego, los saltos exhaustos, las risas sin
aliento, los súbitos y bruscos finales de un compás que subía de octava en una
escalinata instantánea, y una y otra, y una y otra vez.
Y todo de nuevo, en una enferma, maníaca,
y exquisitamente imprevisible y contradictoriamente cíclica danza.
Las pequeñas pausas apenas daban tiempo
para respirar: lo único que se podía ver eran los pequeños intersticios entre
ropa y cuerpos que se contoneaban y los árboles gigantes que apenas y ocultaban
a la bóveda estelar. A alguien se le ocurrió la brillante idea de sembrar
varitas de sándalo en un área por la cual pasó: el olor era tan especiado y profundo
que casi se cayó, todos sus sentidos estaban sobrepasados. El espectro de
colores era infinito, los olores se encimaban unos sobre otros como en un éxodo
en pánico, todo su cuerpo era el receptor de roces ocasionales de algún tobillo
o melena o mano y era como ser violado no bruscamente por un agresor
multifacético, y las bocanadas que él lograba reunir de aire sabían a tiempo, y
eso quería decir que sabían a todo. A guerras y a polvo; a hojas de libros
viejos y a arena, a sal y a sangre, a alcohol y a rosas y a sudor, y todo lo
que restaba de la historia de los homínidos.
Y a pesar de todo eso, podía oírlo.
¿Podían oírlo todos, la férrea decisión
del asesino de cumplir su misión, habiendo apartado y perdido todo lo que amaba
de sí? ¿Podían oírlo, la carrera precipitada hacia el destino, en un camino
sembrado de horrores, apenas dispersados por el eco de una voz que lejana se
oía? ¿Podían oírlo, dejando una estela de muerte tras de sí, su vida una misma
sonata violenta que anhelaba cambiar? ¿Podían oírlo, podían oírlo, podían ver
las lágrimas arrasadas por el viento contra su cara, borradas en aquella vorágine
sangrienta hacia los brazos de alguien que todavía ni existía?
¿Podían ellos, oír en este violín
frenético, la historia de su vida, una carrera hacia una llamada hecha en otro
tiempo y lugar que tardó tanto tiempo en responder?
Y finalmente… ¿podían ver el precipicio
ante el cual las notas se detenían, balanceándose en el borde… antes de
respirar… y saltar?
En algún lugar en el tiempo, en una calle
atestada, se había topado con ella.
De pronto, el laberinto de tiza y luna
cobró sentido. De pronto, todas las atrocidades que él había cometido tenían
sentido. Esto era lo que llamaban el horizonte, el infinito, el destino, todos
los caminos entrecruzados e invisibles que se tenían que recorrer, esto, esto
era lo que importaba: el sendero imprevisible y confuso sembrado ante él.
Eso era lo que importaba: el camino.
El que recorrió por aquella llamada casi
olvidada.
El que recorrió entre jadeos y giros
ciegos de un rumbo autoimpuesto.
Nada es verdad: él decidía qué lo era.
La vida no es más que la serenata de tus
pasos sobre océanos imperfectos. Un jurado ciego. Un faro sin puerto. Una
coincidencia tras otra, hasta que finalmente se apuesta por una, no más azarosa
que la anterior o la siguiente. Un giro hacia la izquierda, un salto atrás,
tres pasos adelante y un desliz entre tres otras danzas, un reloj de arena y
finalmente otro salto difuso. Una bendición fortuita, unos dados
caleidoscópicos, el apostar por un pasadizo oscuro porque sí.
Y ganar finalmente: y toparte con otra
persona en medio de esta serenata de todos hacia un mismo final.