Ella leía sentada sobre el césped de un atardecer
lento.
Era una niña—
una criatura.
Su cuerpo delgado y pequeño estaba en vuelto en un
vestido verde. Era un color somnoliento, lejano, de praderas celtas.
En el aire flotaba un aroma de agujas de pino y de
alguna tarta de manzana horneada tarde.
Olía a azúcar quemada y a lluvia todavía.
Y había silencio, uno muy despierto, latiendo,
respirando. Mis pies apenas hacían ruido en su vaivén sobre el suelo afelpado;
y una pluma blanca y pequeña cruzó frente a mí, virando al capricho de un
viento perezoso.
Y ella—
ella leía todavía. Con una concentración tan profunda como los pecios hundidos
en el Atlántico. Su cabello, una melena lisa y caoba, formaba una cortina que
caía sobre su libro; recortando así el mundo con tijeras de colores, haciéndolo
más privado, irreal.
Las yemas cálidas de sus dedos rozaban la esquina de
la hoja, en el borde superior, y tras una caricia fugaz, cambiaban la página.
Ámbar. Así eran sus irises, vivos en mínimo
movimiento entre líneas. Degustaba las palabras, las cataba como a un buen
vino. Las masticaba y consumía finalmente como devoradora de estrellas, como
musa que a pesar de todo, volvió; de haber ido a comprar tabaco.
Y en ese momento, la deseé.
Quería tenerla, pero míos habían sido solamente los
pétalos rojos de rosas en sus libros, secos, aplastados.
Anhelé su inocencia, fresca como alas recién
desatadas.
Pero también pude ver a la mujer durmiendo dentro de
ella, palpitando en ella, en espera a las manos de un amante.
Era la contradicción perfecta.
Quise ser ese libro. Pasta dura y moldeable a sus
manos, vivo a sus ojos.
Quise ser ese mundo plagado de voces y rostros,
Uno perteneciente sólo a ella,
A su imaginación indómita.
Quería ser su mundo—
más que eso.
Quería vivir en ella, en su mente,
En su mundo secreto y particular,
Y dar pinceladas al lienzo que era cielo.
Quise ser alimentado con migajas,
Para que cuando finalmente ella me hubiese llevado
al borde,
Sintiéndose segura, yo la hiciera mía.
Vaya Reina, vaya mendigo.
Pero de dónde vengo son lo mismo.
Así que esa noche, la observé ocultarse entre sus
sábanas.
Cerráronse sus ojos.
Quería tener tacto de hojas de papel para no
despertarla.
Pero lo hice.
La mecí, la besé.
Había pecado en sus labios.
Pero inocencia en sus manos,
Llagadas de papel.
Me guió a su mundo…
Uno de cielo púrpura y aves de un solo canto
Un mundo virgen, de fuerte oleaje
Donde crecían las rosas salvajes
Me llevó a su recién nacida oscuridad
Y me alimentó su primera migaja de pan
Yo sabía que habría mil noches más.
Sólo dije:
“Toda belleza debe vivir.”
Y al escribir ella la primera línea, comencé a
existir.