lunes, 31 de marzo de 2014

Contemplación etérea

Ella leía sentada sobre el césped de un atardecer lento.
Era una niña una criatura.
Su cuerpo delgado y pequeño estaba en vuelto en un vestido verde. Era un color somnoliento, lejano, de praderas celtas.
En el aire flotaba un aroma de agujas de pino y de alguna tarta de manzana  horneada tarde. Olía a azúcar quemada y a lluvia todavía.
Y había silencio, uno muy despierto, latiendo, respirando. Mis pies apenas hacían ruido en su vaivén sobre el suelo afelpado; y una pluma blanca y pequeña cruzó frente a mí, virando al capricho de un viento perezoso.
Y ella ella leía todavía. Con una concentración tan profunda como los pecios hundidos en el Atlántico. Su cabello, una melena lisa y caoba, formaba una cortina que caía sobre su libro; recortando así el mundo con tijeras de colores, haciéndolo más privado, irreal.
Las yemas cálidas de sus dedos rozaban la esquina de la hoja, en el borde superior, y tras una caricia fugaz, cambiaban la página.
Ámbar. Así eran sus irises, vivos en mínimo movimiento entre líneas. Degustaba las palabras, las cataba como a un buen vino. Las masticaba y consumía finalmente como devoradora de estrellas, como musa que a pesar de todo, volvió; de haber ido a comprar tabaco.
Y en ese momento, la deseé.
Quería tenerla, pero míos habían sido solamente los pétalos rojos de rosas en sus libros, secos, aplastados.
Anhelé su inocencia, fresca como alas recién desatadas.
Pero también pude ver a la mujer durmiendo dentro de ella, palpitando en ella, en espera a las manos de un amante.
Era la contradicción perfecta.

Quise ser ese libro. Pasta dura y moldeable a sus manos, vivo a sus ojos.
Quise ser ese mundo plagado de voces y rostros,
Uno perteneciente sólo a ella,
A su imaginación indómita.

Quería ser su mundo más que eso.
Quería vivir en ella, en su mente,
En su mundo secreto y particular,
Y dar pinceladas al lienzo que era cielo.

Quise ser alimentado con migajas,
Para que cuando finalmente ella me hubiese llevado al borde,
Sintiéndose segura, yo la hiciera mía.

Vaya Reina, vaya mendigo.
Pero de dónde vengo son lo mismo.

Así que esa noche, la observé ocultarse entre sus sábanas.
Cerráronse sus ojos.
Quería tener tacto de hojas de papel para no despertarla.

Pero lo hice.
La mecí, la besé.
Había pecado en sus labios.
Pero inocencia en sus manos,
Llagadas de papel.

Me guió a su mundo…
Uno de cielo púrpura y aves de un solo canto
Un mundo virgen, de fuerte oleaje
Donde crecían las rosas salvajes

Me llevó a su recién nacida oscuridad
Y me alimentó su primera migaja de pan
Yo sabía que habría mil noches más.

Sólo dije:
“Toda belleza debe vivir.”
Y al escribir ella la primera línea, comencé a existir.