miércoles, 26 de junio de 2013

La irreversibilidad del olvido (2)

Nunca dejes que nadie te lo quite. Nunca dejes que nadie te quite lo que eres. ¿Te traicionaron? ¿Cuál es tu pena? La lista puede ser inacabable, así que la respuesta es única: nunca dejes que nadie te quite lo que eres. Es lo único que verdaderamente te pertenece. ¿Amor, negocios, triunfo? Si a las tumbas de todos al final se les borrarán las letras, y los descendientes que pasen por allí después apenas y aplastarán hojas al pasar cerca.
Pero esto no es de trascendencia o melosos versos sobre la perpetuidad del hombre en sus escritos o sangre o semen. Esto de lo único que importa y es comprobable con cada sentido: el presente, y a quien después de miles de conductos y nervios lo transmite y asimila... Tú.

¿Quién eres? Puede que no lo sepas, pero lo eres. Eres lo que está en medio de una multitud y un cuarto desvencijado, lo que está en medio de unas flores y un sepulcro. Eres lo que está en medio el cielo y el averno, o bien entre un lienzo en blanco y un alumbrar estentóreo.

Eres. Eso es lo único que importa, y siempre lo serás, aunque no siempre lo fuiste.
El pasado, las cosas que ya pasaron, nunca podrán dejar de suceder; ya que las recordarás vívidamente en tu mente una y otra vez, tan masoquista o maníacamente tantas veces como quieras, y siempre seguirán transitando  en tu conciencia en este fluir eterno del presente.
Ésa es la maldición de existir simultáneamente aquí y dentro de ti, donde el tiempo devora relojes y donde lo universos se vuelven perpendiculares o más bien se entretejen; ésa es la maldición de una memoria que a veces está más en tu contra que al revés.

Pero no importa: tú eres y serás, y lo que fuiste quizá nunca existió. De todas maneras, no importa; porque después de cientas de capturas fotográficas y expresiones en miles de rostros, después de varios tropiezos y escalones particularmente altos, has conseguido cicatrices, y todos saben que mientras uno más sabe más sufre. Así que atesora esas cicatrices: cada una es una pequeña esquirla de un espejo que se rompió en los albores del tiempo y hemos estado intentando arreglar.

Y ésa es la bendición de este existir azaroso y lleno de coincidencias, que después de tantos vericuetos y cubetazos de agua fría, de traiciones y de la pérdida de la inocencia,  aprendiste algo, lo que sea, un verso, una certeza, un pequeño vahído de olvido que empañó algo que cada vez se aleja más.
Es esa la bella irreversibilidad del olvido. Solamente responde al tiempo (que es más su esclavo que su dueño) y te arrebatará recuerdos o sucesos, no importa qué tan importantes o dolorosos fueran. No hay manera de luchar contra ello, ni de encontrarle solución…
Sólo aceptar que algún día, quizá dentro de treinta años, vas a estar en bar pobremente iluminado, en alguna mesita en la esquina, con una copa barnizada de algo que también ya se te olvidó. Y en ese bar, rodeado de tus tareas y funciones diarias y monótonas, te llegará el soplo de un recuerdo, una memoria largo tiempo sepultada, que te besará tibiamente las cejas o te arañará un poquito la espalda. Sonreirás, llorarás, quizá las dos; y pensarás, "vaya, esos tiempos, cuando todavía no pasaba esto y esto, o cuando todavía no aprendía aquello". Y le dedicarás unos minutos mientras la copa gira en tu mano y el jazz se despereza en el aire de la noche, bombeando un poquito entre tus dedos y entre las mesas inmóviles. Pero luego esos minutos se irán, sonreirás tristemente otra vez y volverás la vista a tu copa.


Y aquel recuerdo pertenecerá de nuevo a la tierra más allá de las fronteras de tu memoria, aquella tierra nocturna sin límites o fondo.
Y el jazz seguirá sonando, mientras aceptas de una vez la tortuosa irreversibilidad del olvido.

martes, 11 de junio de 2013

Oda a la Ira- Parte III


Yo gritaba: pedía a alguien que lo matara, que me matara. Sólo quería que todo acabara. Quería que árbol tras árbol cayera en este mundo, quería ir incinerando ente mis manos a cada alma vibrátil que existiera, quería hacer que el cielo fuera océano y viceversa, quería hablar con los dioses… y masacrarlos.
     Pero lo quería de vuelta, también. Mi alma (vaya palabra ya más prostituida) estaba despedazándose por poder volver a verlo, poder ver sus cicatrices, pruebas de cada batalla y cada horror que había tenido que soportar, impresas en su cálida piel tersa. Anhelaba ver los fuertes y planos músculos de su pecho, la manera en que su cuerpo presionaba contra la ropa negra que siempre portaba, quería ver su cabello de ala de cuervo caerle en mechones sedosos y brillantes sobre su rostro de facciones crueles… que se volvían trémulas y se suavizaban cuando me miraban; quería ver sus ojos. Oh, sus ojos, siempre cambiantes, hirviendo en pasión, límpidos de seguridad y decisión, metálicos en furia y crueldad, turbulentos de dolor, rutilantes y llenos de luz cuando se posaban sobre mi cara.
     Quería verlo ahogarse y respirar, sufrir y reír, quería luchar a su lado y verter su sangre también, quería verlo vivir a mi lado o verlo perecer por mis manos; quería amarlo… pero también quería destruirlo.
     Así era mi amor: así era mi naturaleza, y por fin, después de tanto tiempo luchando contra ella, la acepté.
     Con todo lo que conllevaba: las bendiciones… y las condenas.




La irreversibilidad

Mirando por la ventana en Holanda. Fíjate cómo todo transcurre. Cómo esas personas caminan. Puede que sea otro continente y país con distinta historia y lenguaje y cultura, pero es lo mismo. Los coches vienen y van y las nubes nadan perezosamente; el sol se agita nervioso atravesando mil densidades o chocando contra ellas. Todo es lo mismo, el mismo transcurrir, el mismo transcurrir irreversible y eterno hacia el mismo destino fatal. Que ni es destino ni es fatal, puesto que la muerte es solamente la otra cara de la moneda que nadie quiere ver porque está quemada; y no es fatal puesto que es solamente el otro puertodel vaivén, el otro extremo de la soga que los años van carcomiendo. La vida sí importa, ya que su juez es la muerte y es la única y a veces última verdad. Importa porque es por ella por lo que al final queremos ver el lado quemado de la moneda, para juzgarla y pesarla.
Importa. A pesar de que para mí no exista nada que no pueda comprobar con mis sentidos. Holanda no existía hasta que miré por esta ventana, pero ya lo hacía y seguirá transcurriendo en este péndulo luz-umbroso. 
Ya importa mi existencia, pero quiero existir para otros aunque se interpongan océanos.