Y las luces cegadoras
del paisaje urbano me apuntaban sin piedad, y el aroma somnífero de la
asquerosa contaminación se sentía hasta los dedos de mis pies, y yo sólo quería
huir, pero, ¿de quién quería huir?
De todos, de todo, del mundo, de mí misma.
No era sólo por los factores externos, eran también todas las cosas dentro de
mi cabeza, de mis recuerdos: la incongruencia de las personas, su falta de
tolerancia, su soberbia. Odiaba al mundo, podía sentirlo cada vez que veía a
alguien pasar, lo odiaba sin conocerlo;
pero también me odiaba a mí, era igual a ellos.
Esa amargura me llenaba la boca. ¿Qué iba
a cambiar mi caminata? Nada. Entonces, ¿importaba? Quizá si hubiera alguien
para verlo. Amargura y amargura, mate básica; ¡puf! Dulzura. Quizá eso era lo
que importaba. No odiar al mundo, sino mezclarme, ahogarme en él hasta que
aprendiera a nadar. Ahogarme, ahogarme, hasta encontrar un navío en el lecho
marino. No odiar el mundo, sino ser parte de él y así sentirlo más gentil, más
conocido en esa oscura contaminación, y tener a un testigo a mi lado.
Alguien que caminara conmigo y en vez de
criticar y seguir caminando a mi lado en indiferencia; alguien que en vez de criticar y
seguir caminando sin querer ni poder cambiar nada, sin brindarle a nadie
consuelo; alguien que en vez de caminar y criticar, levantara la mirada, me
girara la cabeza y dijera: “No hay porque huir de nada. Sólo sigue caminando.
Voy a tu lado.”
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